Los milagros también existen.
Los milagros
también existen. Paparruchadas de un viejo decrépito que llevaba más años que
yo en aquel calabozo. En aquel cuarto oscuro y mugriento, donde me tragué
quince años. Pero ya no valía la pena discutir con ese infeliz ni con nadie más
en esa jaula de cemento. Lo único importante era tener presente que sólo veinte
días me separaban de mi ansiada libertad. Las cuentas estaban saldadas con esa
hipócrita sociedad que un día pronunció mi encierro.
Había pasado una
eternidad escuchando esas campanadas de la vieja capilla del pueblo. Siempre, a
la misma hora, marcándome con sus tañidos monótonos y opacos el paso del
tiempo.
Pero ahora ya no me molestaban, al
contrario las sentía cómplices de mis pensamientos. Si de algo estaba
orgulloso, era de saber que nadie había podido quebrarme. Sólo el repicar de la
campana compartía mi secreto.
¿Quién iba a
pensar que esa humilde construcción de madera y chapa, con una cruz y una
campana en el frente, iba a ocultar, en su fondo baldío, el botín de este
ingenioso hombre aún en cautiverio?
Finalmente las
puertas del infierno se cerraron a mis espaldas y mi corazón comenzó a latir
alocadamente. Sentí que el aire oxigenaba mis pulmones y un soplo de libertad
corría por mis venas. No había tiempo que perder, tomé mis pocas pertenencias y
comencé a caminar con la vista fija en esa cruz que se asomaba tras el follaje
de los altos y dorados álamos de la plaza.
Pero a medida
que me acercaba al lugar, mis pasos se hicieron más lentos. No sabía bien lo
que estaba pasando. ¿O mi vista me traicionaba o mi razonamiento no podía
entenderlo?
¡La capilla ya
no estaba! En su lugar yacía un templo imponente con una campana enorme y la
misma cruz en el medio.
Entré sin
pensarlo, me dirigí hacia el altar y, detrás de él, encontré una puerta. Al
abrirla, el viejo baldío ya no estaba, su lugar lo ocupaba una gran
construcción con pequeñas ventanas a los costados y un portón en el centro. Abrí
la puerta y al ingresar me encontré con unos tablones gigantes vestidos con
manteles floreados y rodeados de sillas; detrás de ellos, yacían tres hileras
de camas cubiertas con mantas tejidas a mano de diferentes colores. Pero lo que
más me sorprendió fue la presencia de una gran salamandra asentada sobre una
basa de cemento, justo en el centro, como separando y calentando a la vez ambos
ambientes.
Cuando salí de
mi asombro, comprendí que justo ahí, debajo de ese gran escalón de material,
estaba mi tesoro, mi botín, mi pasaporte a la felicidad quince años esperado.
No sé cuánto
tiempo pasé arrodillado junto a ella, sin que una sola lágrima me nublara la
vista, sin que una sola parte de mi cuerpo se moviera. De pronto una mano
templada y fuerte se apoyó en mi hombro ya entumecido.
-Amigo, ¿se
siente bien? ¿Puedo ayudarlo? –me interrogó una voz cálida y apacible.
Como pude me di
vuelta y, con su ayuda, logré incorporarme.
-Soy el párroco
de esta iglesia –me dijo y agregó – Si está sólo y sin trabajo ha venido al
lugar indicado. En este templo, con la ayuda de los feligreses, hemos
construido este albergue para aquellos que necesitan un plato de comida o un
lugar para pasar la noche.
Sin saber por
qué aquel día decidí quedarme, fue como si mi destino se hubiese jugado en tan
solo un instante.
Con los años,
descubrí que aquella libertad tan anhelada la había permutado por no sentir más
la amargura de la soledad y el desamparo. Hoy, por primera vez, me siento
satisfecho de ser un hombre confiable, tengo amigos y un trabajo digno:
encargado del albergue. Me ocupo del jardín, de las luces, de la limpieza y
sobre todo de que la salamandra no deje de brindarnos su calor en las frías
noches de invierno.
¿Será verdad que
los milagros existen?
Fin
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